Había comenzado la guerra. Eran las
épocas doradas del deporte madre, donde los planetas se alinearon para
engendrar las mejores bestias. Los campos de todo el país, vislumbraban en sus
apogeos, los mas grandes personajes que con el tiempo habrían de quedar en las
memorias de todo los futboleros.
Entre
tanto virtuosismo, había también grandes luchas. Los gladiadores que venían de
fabrica con determinados talentos, no les faltaba en ninguno de ellos el filo
en sus garras. Eran los tiempos donde pedir el cambio, salir lesionado o fingir
una falta no estaban bien visto por el publico. Tiempos donde la agresividad y
la valentía cotizaban al igual que el talento.
Nunca
iba a suponer que en tiempos de dictadura hubiese resistido el romanticismo.
Que entre tanto barro, creciese una flor. Que entre la barbarie, surgiera la
paz. Entre tanto vértigo, una pausa. Entre garabatos, una poesía.
Quiero
decir, entre piñas y patadas sin pelota, que aparezca en la cancha de Central
Norte, un señor de pierna izquierda de porcelana, con las medias limpias y la
casaca por dentro del pantalón era una inmensa utopía. Y quien lo quiera creer,
que lo crea y quien no, allá su persona. Había un tipo que trotaba por la
tierra y sus huellas se hacían césped.
“Papito,
a usted lo veo paradito por aquí. Repartiendo, ¿me entiende, hijito? Tres pases
cortos. Uno largo. No allá, que recibe de espaldas, esta incomodo, lo golpean.
Usted aquí, y se hace un picnic.” Ramón “Chanchin” Barrios, director técnico de
la séptima división del cuervo me decía algo de este juego. Con notable
paciencia. Con infinita delicadeza. Con palabras azucaradas en diminutivo, de
hombres que contagian bondad. Esos que vinieron sin una pizca de maldad.
- La verdad que pintaba muy
bien. Al principio no jugaba, le costo adaptarse, no entraba pero también
porque había fenómenos delante de el. Benito, Eduardo, Rolo, Pedro. Hasta que
le llego su momento. Ya no de diez, sino de cinco. Una zurda de pincel-. “Tito”
Cancino se maravillaba de recuerdos.
El
hombre de melena extendida, lunar en el ojo izquierdo y sonrisa eterna, brilló
tanto de negro que quería celeste. Lo
vino a buscar Belgrano de Córdoba. Querían un romántico por barrio Alberdi. El
tipo llevó su magia por allí, hasta que de tanto extrañar pegó la vuelta para
regresar a su raíz. Gimnasia y Tito había quedado obsesionado con su futbol y
lo aprovechó sus últimos buenos años. Empezaron las molestias y lesiones en su
rodilla y empezó a ver con cariño dejar los botines y cambiarlos por la
guitarra. Es que al hombre también le apasionaba la música, el folclore y
siempre que podía se escapaba viola en mano y poncho al aire para disfrazarse
de cantor del alba.
Después
que deja el futbol, se dedicó a la formación en el club de sus amores. Dice que
siempre amó a Central Norte y que no suele ir a la cancha hoy en día, para no
sufrir. Mientras tanto, sigue trabajando a diario en el IPS. Que si no esta
dando una mano por allí, esta recordando anécdotas, tarareando alguna zamba o
simplemente descansando en su piecita alquilada desde hace años, muy próxima a
la bombonera azabache. De repente, y muy
seguido, entre tanta soledad, se le humedecen
los ojos de nostalgia. Mirando al vacío suele decir que todo parece ayer. Que
aun por su mente, siente ese deseo de jugar, de la cancha llena, del túnel, el
vestuario.
Que
cosas las de esta gente, que siendo mito viviente, personajes enormes, viviesen
tan aislados, como si fuesen pequeñeces. Que habiendo gozado grandes historias,
casi no la pueden contar. Porque hubo una vez, un tipo fuera se serie, muy
educado y noble, exquisito y preciado que en medio del campo, en la batalla,
proponía belleza para tus ojos.
Por Nicolás Cortes